
Miro esta fotografía y me pregunto qué habría sido de mi vida si mis padres, a principios de la dictadura, me hubieran llevado con ellos a Estados Unidos en una embarcación, como pudo suceder, zarpando del pequeñísimo puerto que está en Boca de Camarioca, al este de La Habana. O si hubieran marchado antes, cada uno por su lado, y se encontraran por primera vez en el exilio.
Esa sería otra historia, como la de algunas familias que en realidad optaron por ese camino, atravesando sin mirar atrás las aguas profundas del Golfo de México. Gente que, o lo vio todo claro por sus facultades sobrenaturales, o simplemente fue dañada ipso facto por una banda de requisa que andaba haciendo expolio por la ciudad, llevándose pinacotecas enteras y obras de artes decorativas. Porque no hay que olvidar que aquellos barbudos insurgentes no declararon su carácter socialista –o sea, comunista- hasta dos años después de tener las riendas del país bien controladas, por lo que engañaron al pueblo y luego le tendieron una trampa mortal: No había marcha atrás. Con la Revolución todo y sin la Revolución nada.
Mis padres apostaron por esa Revolución y dejaron que zarpara vacía la embarcación que los había ido a buscar.
Lo que sucedió después es lo que llega hasta hoy, un gobierno militar que se ha apropiado del destino de once millones de personas, de los bienes raíces, de la potestad de hacer con los niños lo que ellos entienden. Y lo que ellos entienden es no dejarlos salir del país, a no ser en un viaje definitivo.
¡Pero quién iba a saber entonces que los insurrectos se habían inspirado en Stalin, en las costumbres totalitarias de aquel dictador trasnochado capaz de construir un imperio sobre otro! ¡Quién iba a pensar que, por decreto, nos cambiarían las tradiciones y nos empotrarían en una doctrina fidelista, en la que, un día como hoy, según se nos enseñó, debía celebrarse el triunfo de la Revolución y no el final de un año y el advenimiento de otro!
Después del pacto con los soviéticos, la mayor empresa construida por la Revolución es su propio exilio, del que vive económicamente de un tiempo a esta parte. Es ese exilio –apaleado y abucheado en el momento de partir- el que se encarga de enviar remesas a los descendientes o ancianos que les quedan en la isla. De ellos viven los guerrilleros barbudos y han vivido siempre de ellos, de una u otra manera. De mi padre vivieron, de mi madre también, y a mis padres los dejaron desvalijados, sin sus inmuebles, sin sus sonrisas naturales, sin esperanzas.
No queda nada de nosotros, dispersos ahora por el mundo. Mi madre murió este verano mirando la miseria en la que se había convertido su país, viendo y escuchando cómo su hijo que vive en el exterior –este que escribe- sobornaba a un chófer de ambulancia para que nos llevara al hospital. Porque allí todo funciona así: A golpe de dinero extranjero.
Tuve que ir desde lejos –con mucho temor, créanme- para decirle adiós y perdonarle todo, incluso aquella decisión de no haberse marchado al principio, cuando era posible olvidar y perdonar.
Ahora no. Ahora el daño es demasiado grande y solo nos queda, a los de afuera, brindar esta noche con la esperanza de que la presente crónica no vuelva a tener lugar.
En la imagen, mis padres el día de su boda, en 1963, al salir de una parroquia del Vedado, en La Habana. Llovía a cántaros. La cartulina lleva un sello impreso detrás:
Alfonso Bragado
Fotógrafo
TLEF. 30-6285
Mis abuelos maternos eran libreros y distribuidores de revistas; mi abuelo paterno era inspector de aduanas.